OPINION
CAIUS APICIUS EFE
Dice un refrán español que "quien bien te quiere te hará llorar", afirmación que puede interpretarse como que muchas veces el exceso de entusiasmo, de fervor, por una cosa puede acabar causando un serio perjuicio; y mucho me temo que algo de esto ocurre en el caso del vino. Es conocido el lento, pero imparable, descenso del consumo de vino en España, uno de los principales productores: en unos 30 años hemos bajado de 50 litros por persona y año a menos de 20. Espectacular. Normal que se busquen las razones. Y no menos normal que se encuentren unas cuantas.
El problema está, sobre todo, en que ese descenso de consumo afecta sólo al vino. El español aumenta cada año la cantidad de cerveza que ingiere, ya anda por los 90 litros por persona. Y no parece que disminuya significativamente el consumo de destilados como el whisky y, sobre todo, la ginebra, en un país que ha enloquecido con el gin & tonic.
O sea, que sí, que el hecho de que consumir alcohol fuera de casa pueda tener consecuencias nada agradables si le hacen a uno soplar en el alcoholímetro puede ser uno de los que expliquen ese descenso en el consumo de vino, pero ¿esas consecuencias no son las mismas si lo bebido es cerveza o gin & tonic? Sí, claro que sí. Así que los controles influyen, pero no son decisivos: la prohibición se refiere a todos los alcoholes, no sólo al vino. ¿Entonces?
Entonces, quien bien te quiere... Los que defendemos y defendimos a capa y espada el consumo de vino, los que creemos y proclamamos que el vino es la más noble de las bebidas, hemos complicado las cosas hasta el extremo de dar, al no iniciado, la imagen de que para disfrutar de un vino hay que adquirir una serie de conocimientos casi esotéricos, custodiados por un grupito de sabios.
Entonces, quien bien te quiere... Los que defendemos y defendimos a capa y espada el consumo de vino, los que creemos y proclamamos que el vino es la más noble de las bebidas, hemos complicado las cosas hasta el extremo de dar, al no iniciado, la imagen de que para disfrutar de un vino hay que adquirir una serie de conocimientos casi esotéricos, custodiados por un grupito de sabios.
Hemos pecado, y pecamos, tanto los periodistas como los sumilleres, los enólogos y los bodegueros. Hemos creado un léxico casi incomprensible para el neófito, que se pregunta aterrado cuál será la diferencia entre un rojo picota y un rojo cereza, o qué será eso de las notas florales en la vía retronasal, o de qué va el que le habla de polifenoles, o de esqueletos tánicos... Conocimientos exigibles a un enólogo, y que, es cierto, no le vienen mal a un aficionado -cuanto más se sabe de algo, más gusta-, pero que no son imprescindibles para tomarse un vino.
Supongamos que a usted le apetece una cerveza. Va al bar, pide una caña, y santas Pascuas. Se la tiran bien, está fresquita, con su espuma justa, se la bebe usted y la disfruta... sin entrar en averiguaciones sobre la procedencia de la malta o la proporción de lúpulo. Está buena, y ya está.
Va usted a un restaurante con sumiller; hoy hay superávit de sumilleres, deseosos de demostrar sus múltiples conocimientos, con los que abruman al cliente bienintencionado e incauto. Desplegarán ante usted una lista de vinos, zonas y uvas de las que usted nunca había tenido noticia... ni, en general, falta que le hacía. Porque a base de recomendar vinos que no conoce nadie, y tal vez aprovechándose de la superioridad que le da a él estar de pie y mirarle a usted desde un plano superior, acaba metiéndole un muerto que usted, por si acaso, no se atreve a criticar.
Va usted a un restaurante con sumiller; hoy hay superávit de sumilleres, deseosos de demostrar sus múltiples conocimientos, con los que abruman al cliente bienintencionado e incauto. Desplegarán ante usted una lista de vinos, zonas y uvas de las que usted nunca había tenido noticia... ni, en general, falta que le hacía. Porque a base de recomendar vinos que no conoce nadie, y tal vez aprovechándose de la superioridad que le da a él estar de pie y mirarle a usted desde un plano superior, acaba metiéndole un muerto que usted, por si acaso, no se atreve a criticar.
A mí acaba de pasarme en un gran restaurante, bien es verdad que en ausencia de su sumiller titular: me puse en manos del segundo y... qué desastre de vinos. Y me los recomendó como si fueran sendas joyas. Para él puede que lo fueran: a mí no me dieron la menor satisfacción. Lo malo es que llueve sobre mojado, porque a base de recomendar vinos raros estamos olvidando los grandes vinos.
Va uno a las publicaciones especializadas y el desconcierto aumenta: escriben para iniciados, cuando no para auténticos doctores. El lector busca vinos que le suenen, pero no los encuentra; en cambio, se entera de que hay una variedad anterior a la llegada de los cistercienses en Villavieja del Conde, con la que un enólogo visionario elabora mil botellas de un vino único... Pues que le aprovechen, hombre, que le aprovechen.
Es mucho más fácil que todo eso, pero nadie quiere reconocerlo. Hemos envuelto al vino en un aura de misterio, de iniciación casi mística; hemos formado templarios del vino. Saber de vino, o aparentar que se sabe, queda bien. Abundan los libros, mejor o peor escritos, sobre el tema; incluso los manuales, que a mí me recuerdan aquellos libritos de hace años que prometían al comprador que hablaría alemán en diez días. Entender de vino para hablar de él con conocimiento de causa lleva, sí, su tiempo; adquirir los conocimientos convenientes para disfrutarlo, no tanto.
Y que se vayan preparando los amantes del gin & tonic, porque llevan el mismo camino. Señor, qué afán de complicarlo todo.
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